Frío

Frío.
Eso es todo lo que siento desde mi parte de la cama. Me doy la vuelta para notar una presencia tranquila, serena, durmiendo a mi lado. Abro los ojos. Ahora hay frío y oscuridad. Estiro un brazo para sentirla o asirle para impedir que se vaya, cualquier cosa menos volver a verla irse. El sueño se recrea ante mis propios ojos y miro con ojos de corderito a quien sea que me esté viendo y le pido por favor que le haga volver. Tic, tac.
Estoy tan asustado con volver a soñar con ella que mis pesadillas le tienen celos. Quizá el problema fuera ese. Tenía miedo de tenerla, y también de perderla. Llegaba a olvidar quién era cegado por ese sentimiento de inmunidad como quién tiene un cheque en blanco y puede comprar hasta la felicidad. Me tenía entre sus brazos y no le hacía falta sonreír para saber que era su caballero de la blanca armadura. Yo la tenía. Perdí el tiempo en pensar cómo mantenerla, y por poco no me di cuenta de que ya no estaba.
Si inspiro y espiro lentamente, quizá (y solamente quizá) pueda volver a dormirme y acabar ya con este martirio. Cojo aire, como cuando ella me cogía de la mano y sabía que todo iba bien. Exhalo. Es la misma sensación que cuando sabes que aquel restaurante es el lugar ideal para pasar una velada juntos. La diferencia es que ahora estoy solo. Si cierro los ojos la sigo viendo, pero si los abro me aplasta tanto la certeza de saber que no la tengo que mi respiración se basa en suspiros. La tristeza lleva a la culpa, y la culpa lleva al enfado. Así que cuando los sofocos se convierten en taquicardias creo que es hora de empezar a asimilar los hechos.
No sé si es que el suelo se vence por el peso de mis rodillas o que mis rodillas se vencen por el peso de la culpa. Cada paso hace crujir el suelo como si se quejara o se compadeciera de mí. Lo peor eran los ‘tú sabrás’ o ‘como quieras’ que tanto le gustaban en los momentos de estrés ante situaciones que se nos escapaban a los dos, como un niño pequeño que quiere correr hacia el balón de fútbol y no sabe que es ley de vida caerse de morros justo antes de pegarle. Igual es que la culpa fue mía y estaba cansada de que me tuviera que apoyar en todo, o simplemente entendió que sin ella no era nadie y que ella no era nadie para hacerme sentir mejor.
Cojo un vaso y una botella. Abro la botella y lleno el vaso. Sorprendo a la Luna saliendo de entre las nubes y le recrimino el hecho de ser la culpable de tantos delirios; y sin embargo, me mantengo apoyado en el marco de la ventana porque su brillo es una reproducción bastante decente del esplendor propio que ella transmitía cuando aparecía en los momentos de caída; que es igual a declive y se puede entender como decadencia. De aquí a la amargura un paso. Y si, desamparado como estoy, ni la luna me rebate, ni las estrellas lo aprueban, me reafirmo en mi juicio y compruebo encantado que aunque haya perdido la vida, algo de cordura me queda.
Pero no, tú tienes tanta culpa como yo. Porque aunque yo pequé de ingenuo, tú, traidora y desleal, a la mínima que la tempestad arrimaba, levaste anclas y me dejaste más sólo que náufrago en isla desierta; que como bien podrías ver, ni el agua me sacia las ganas, ni el anhelo de sentir a lo que me malacostumbraste y puedo conocer como suerte, que bien podría haberle dado tu nombre. Llamémoslo amor propio, que sin duda también podría ser justicia, aunque aquí al perjudicado nadie le va a dar consuelo.
Y si parezco, o al menos lo que digo tiene complejo de poeta, es que por primera vez en mi vida les entiendo, y entiendo por qué pudieron escribir los versos más tristes estas noches. Lo mismo que no hay quien me supere en enfado, porque tal es la culpa y por lo tanto la pena, que necesito algún impulso que me arrastre hasta la cama; porque ahí entre las sábanas no va a haber luna que me aliente y ahora más que nunca necesito la oscuridad de mi habitación para que no tenga que confesar un momento de debilidad ni a mi conciencia ni a mis fantasmas.

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